viernes, 22 de julio de 2016

Metal pesado



Mi primer amor fue el heavy metal. Si la memoria no me falla -y esto no suele pasar a menudo- el primer registro que tengo de ello se remonta al programa de radio que conducían Lalo Mir y la Negra Vernaci, “9 PM” por radio Del Plata. Por aquella época, años 1983, 84, a las 9 de la noche, tras cenar en familia, me iba a la cama con la radio Karina para escuchar religiosamente ese programa que me transportaba a una dimensión desconocida. Entonces yo colocaba cuidadosamente el radioreceptor bajo la almohada, tal cual hacía mi abuela Angela, y así me sumergía en un mundo donde los protagonistas eran Ozzy Osbourne, Wasp, Motley Crue, amén de sonidos un poco más digeribles para el gran público.

Frente a esa música potente, yo sentía que la cosa iba más allá: había un aire liberador en esas bandas que me invitaba a romper las cadenas, esos mandatos que todos traemos de esta y otras vidas, para empezar a gozar sin límites de mi temprana adolescencia. Tenía 12 años y mientras en el barrio casi todos los chicos se iniciaban en el rock con Los Ramones, yo elegí otro camino, ese de cuero, techas y pelo largo.

El enamoramiento total llegó un par de años más tarde, y ahí perdí la cabeza por el metal. Resulta que Yori, un amigo de aventuras musicales, trajo una tarde un cassette grabado en una disquería del barrio -por aquella época, si no tenías un centro musical doble cassettera, solo podías grabar de la radio, rogando que el locutor no te pise el tema- y allí descubrimos a un tal Bon Scott, primer cantante de AC/DC, un tipo que nos partió la cabeza. En aquel tiempo, quemábamos nuestras tardes mirando Música Total Videos (MTV era una cosa lejana aún), jugando al Ping pong, tomando cerveza con Sprite, mientras ojeábamos el último número de la revista Metal. Lo que vino después fue comprarme ocho discos de los australianos, que se convirtieron en mi banda favorita, cabe decirlo.

Después llegarían Maiden y Metallica, a quienes siempre escuchamos con mi eterno amigo del alma Franco. De hecho, hace poco nos despedimos de la doncella de hierro tras un vibrante show en Vélez. Fue mi segunda vez viendo a Maiden; él los vio diez. Esa noche, dos temas antes del final de show, mientras nos íbamos del recinto, Franco se quedó parado, quieto, con la mirada fija en algún punto del escenario. “¿Vamos amigo?”, le digo; “pará que me estoy despidiendo de Harris”, me soltó nostálgico. Y nos fuimos caminando en silencio, cada uno procesando el final de una etapa.

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