domingo, 28 de febrero de 2016

Entre ollas y cacerolas

Todos los martes, a las 7 de la mañana, la cocina estaba revolucionada: a las 12 llegaban los comensales -entre 6 y 10, depende la ocasión- y abuela Charo ya estaba inmersa en un lío frenético, preparando la comida. Era el día libre de tío Arnoldo, Monseñor Blois, quién aprovechaba y se escapaba de la curia para almorzar y jugar partidos a la escoba de 15 en la casa de su hermano Armando, en Escobar.

El ritual era siempre el mismo, también el menú. Después del mate -suave, con leche en polvo tibia en lugar de agua, por eso de la acidez decía- y unas pocas galletitas de agua con mermelada, la maquinaria culinaria se ponía en marcha para dar forma al antipasto, el primer plato -siempre pasta, canelones o lasagna casera- y el segundo, carne al horno con papa y batata. De postre, flan casero de doce huevos.

Como mi escuela quedaba cerca, yo me anotaba con gusto. Iba seguido a esas comilonas que terminaban en grandes tertulias, donde el gran protagonista era tío Arnoldo, a quien todos atendían como a un rey. Como era cura, frente a la sotana, todo era respeto y adoración en esa familia muy católica, todos hijos de inmigrantes italianos, primera generación. 

Yo miraba atento a abuela Charo metiendo mano en la cocina: cada preparación, cada pizca de condimento que echaba, cada receta que ponía en juego con una memoria ancestral, daban cuenta de una mujer hecha para la cocina. Los platos eran el reflejo de esa señora que había montado su imperio sobre ollas y cacerolas: en ese rincón de la casa, abuela Charo era emperatriz y peona, la única comandante de un ejército puesto al servicio de satisfacer los paladares de los comensales.

Cada tanto, mientras paraba un momento para limpiarse la cara empapada de sudor, yo preguntaba sobre aquellas palabras italianas que ella recordaba de su infancia, cuando sus padres calabreses se instalaron tras una larga travesía marítima en barco, en el barrio de San Andrés, partido de San Martín. No capisce niente. No entiende nada, nunca piyi niente, para mi inexperta fonética de diez años. Mucho tiempo tardé en asociar la frase original en italiano al español, mientras yo repetía y repetía nunca piyi niente, como a un niño al que le piden que memorice algo y no se olvide más.

Durante el almuerzo, la mesa la presidía Arnoldo. A su izquierda, abuelo Armando y abuela Charo; a la derecha, tía Angelita y tía Sara, que hacía unos merengues caseros que ni te cuento. A veces venía otro cura gallego que hablaba tan raro que yo pensaba que era extraterrestre.

Como yo era el único niño invitado -mis otros tres hermanos no iban, o iban a veces, no me acuerdo- cada tanto me permitían desplegar mis números. Y allí, yo, venciendo mi timidez, daba rienda suelta a mi memoria que mis maestras juzgaban prodigiosa: "cuando Moisés condujo a los judíos de vuelta a Israel desde Egipto, la noche previa a la partida cenaron panes ácimos", repetía yo como un lorito bien entrenado para regocijo de tío Arnoldo y los demás asistentes. Yo tenía un ejemplar de La Biblia dedicada a los niños que alguien me había regalado, no me acuerdo quien, con ilustraciones, y me la sabía de inicio a fin, Antiguo y Nuevo testamento y Apocalipsis. 

Después, la siesta,que tío Arnoldo y el abuelo dormían religiosamente, ¿y cómo iba a ser sino? Yo no dormía nada, hacía los deberes de la escuela, mientras las mujeres lavaban los platos y cuchicheaban de que se yo. De a ratos me iba al fondo, donde abuelo Armando tenía el taller, y jugaba a construir ciudades de miniatura, con ladrillos y caños de acero.

"Nene, el mate", gritaba abuela Charo desde la puerta del fondo, y yo salía corriendo porque ya empezaba la escoba y yo era el encargado de repartir los porotos que indicaban el puntaje que obtenía cada uno.