Al borde del peñasco,
allí donde se acaba la tierra
y comienza el abismo,
descansé yo
de un viaje agotador.
Y pretendí un instante neutro,
como aquellos momentos
azarosos
que de tanto en tanto,
nos interpelan acechantes.
En el extremo de ese borde,
a metros nomás,
una enorme águila
se posó
y me miró
y me enseñó un mundo eterno.
Había en su mirada infinito,
en su quietud amenaza.
Siglos y siglos de misterio,
vidas de luz y miserias
el ave rapaz me contó
con su silencio
y su mirada.
En el filo, el vacío;
el vacío como eje de un secreto
que ambos fingimos no saber.
Fueron segundos, quizás minutos
y esa conexión
fue como un aleph fulminante:
allí estaba todo
y ahora yo no tenía nada
porque el ave voló
y el vacío eclipsó
ese momento fortuito.
Y yo con mis cosas pensé
que ese mundo tan vasto,
esconde misterios
más allá del peñasco
y su borde filoso
que a tantos lastima.