viernes, 25 de enero de 2019

La hostia más grande

Durante mucho tiempo, las hostias para las misas de la iglesia de Escobar se hicieron en la casa de abuela Charo. De ese ritual semanal participaban muchas señoras amigas de mi abuela, compañeras del Apostolado de la oración, un grupo de feligresas que se reunía a rezar a diario antes de ir a Misa de 8. Todos los días, si.

El asunto tenía sus bemoles. Era un trabajo arduo que a mis diez años de edad me resultaba extremadamente complejo, fundamentalmente por la mecánica de las operaciones involucradas, las manos que intervenían y los utensilios utilizados, unas planchas metálicas sobre cajas de madera que parecían instrumentos de tortura medieval. Estas cajas tenían un cable que se enchufaba para calentar las planchas y sobre ellas se colocaba la mezcla para hacer las hostias, engrudo con agua y harina. Luego, unas prensas de metal pesado con los relieves para cada tipo de hostia -la más grande para los curas, la más chica para los fieles- caía sobre la masa recortando los medallones de engrudo caliente. La producción, centenares de hostias, se almacenaba en el interior de las cajas de madera.

Era un auténtico trabajo en equipo: Charo comandaba la operación y daba indicaciones al resto, unas preparaban la mezcla, otras la derramaban sobre la plancha, un par presionaban con la prensa. Otras contabilizaban la producción. El último eslabón de la cadena era yo y asumía el rol de comerme los recortes crocantes que quedaban en la plancha luego de cortar las hostias. Nene, te va a hacer mal a la panza, decía abuela Charo mientras emprolijaba la mercadería que como cada martes pasaba a buscar el padre Modesto. Gracias chicas, decía el cura de eterna sotana negra y se iba sonriente. Modesto se mostraba así en otra faceta, mas jovial porque cuando iba a misa los domingos me parecía un señor serio. Pero yo tenía un changuí porque era el nieto de Charito y entonces  a mi me soltaba algún chiste y me guiñaba un ojo cómplice.

miércoles, 9 de enero de 2019

Hombres sin bordes

Las raíces ajadas del lapacho prolongan su vida, hace ya siete años que su corazón dijo basta una fría noche de julio. Pero este árbol, con futuro de buen porte, resiste pese al clima y suelo equivocado. Quizás preso del temor de ofender a quien lo obligó al exilio, el dueño de casa que descansa a su lado. Terco si los había, Tucho se empecinó en traerlo desde el norte, tal vez porque tener ese norte al lado, era una manera de estar con sus orígenes, la cuna, allí donde de a poco se va cimentando nuestra identidad.


El hombre pensó ese espacio familiar lejos del ruido urbano, bien cerca del verde, un vecindario acogedor con su calma bien pampeana impregnándolo todo. Pararse en la mitad de ese extenso parque y mirar hacia el oeste, un horizonte habitado por árboles, vacas, caballos y un molino campero, mientras el sol se acomoda lentamente para desaparecer tras la arboleda del fondo, no tiene precio, reflexionó: “no veo los nevados de la cordillera norteña, no me deleita el ocre permanente de esos paisajes, pero la libertad indómita de esos lares reside en el verde infinito que me regala el campo de esta pampa”.

El minicomponente se emociona con The Beatles, “We can work it out”, eso del amor tirado protestaba Angela en el conventillo de la avenida Entre Ríos porque no entendía la devoción ciega de tantos adolescentes por esos hippies flequilludos que cantaban en inglés. Fernet en mano, me preparo como cada fin de semana, para el ritual del asado, haciéndome cargo, quizás sin pretenderlo, de esa parrilla huérfana. Sin pensarlo, tal vez impulso ciego, asumo ese rol que él siempre desempeñó con decoro en cada reunión familiar de la casona de Sarmiento.


Tal vez sea una manera de sentirme cerca espiritualmente: Tucho, el Lapacho, la parrilla y yo. The Beatles y los olores norteños, todo concentrado en ese confín donde el otrora pueblo de Belén se desvanece ante la pampa interminable, sin bordes. Somos hombres sin bordes, él y yo. Su epitafio no lo reveló, pero hablo de un tipo que siempre desafió los límites, en una loca carrera para sacarse de encima los mandatos que le caían sin pedir permiso. Un tipo rabioso que halló refugio en el amor de familia, un bálsamo frente a la tormenta permanente que dominaba sus días