sábado, 3 de octubre de 2015

La fantasía de lo real


Su rostro me resultaba extrañamente familiar y esa mirada penetrante aun persiste alojada en mi memoria. Estoy seguro que algún lazo por ahora indescifrable me une a ese viejo sabio que maneja con infinita calma, los enormes engranajes de ese reloj de los tiempos. 

A la distancia, recorro con mayor precisión los pliegues de su cara, la barba tupida y prolijamente enmarañada; su incipiente calva. Dos detalles me llamaron la atención, algo perturbadores ellos: el color blanquecino de todo el rostro, y una suerte de pequeña protuberancia –tal vez una pequeña corona, no lo se, hasta hoy sigue siendo difuso- que asomaba tímidamente en su cabeza. Lo pensé un ángel, un ser de luz –tal vez por su blancura- o un tal Alfredo O, aquel enigmático maestro con quién me topé en una quinta en José C. Paz, allá por 1996, cuando la búsqueda frenética me llevó a ese encuentro fugaz. Por un momento, se me antojó el profe Abel Maciel, con quién compartí mis días en el Verbo Divino.

El mensaje resuena críptico todavía; comunicación sin palabras ni gestos, de alma a alma. Solo una indicación clara, paternal, consejo de sabio: “esforzate por transmitir cada día la fantasía de lo real”. Segundos antes, en esa madrugada húmeda de lunes, eclipsado tal vez por la contundencia del mensaje, el relato ofrece una escena de aviones que se estrellan en forma sincronizada, en playas repletas de bañistas ubicadas en diferentes partes del mundo. Hay un hilo conductor, difuso quizás, aunque últimamente aparecen en mis registros, aristas que se bifurcan a partir de esta iluminación.